sábado, 20 de agosto de 2005

Reincidencias

No quería repetir la historia que le habían contado de sus antiguos compañeros de habitación, pero poco original como era, sólo se le ocurrió poner las llaves debajo del felpudo de entrada. Nada de despedidas superfluas cuando estaba todo dicho y terminado. Se marchó.

Traía en las manos sus llaves del departamento. Justo antes de insertarlas en la cerradura, notó un bulto conocido en el felpudo que estaba delante de la puerta a modo de bienvenida. Alzó una ceja, su corazón dio un vuelco y se puso de cuclillas. Al levantar la punta superior izquierda, encontró las dos copias exactas de las llaves que aún sostenía en su mano derecha. Y estas últimas cayeron al piso.

sábado, 13 de agosto de 2005

No me eches de menos

¿Sabés qué, Char...? Creo que tenés razón. Yo abandono antes de que me abandonen. Quizás porque no podría soportar otra pérdida más cuando la gente se va...
eventualmente, se van todos. Y sólo queda uno mismo consigo mismo. La soledad es hermosa y es también difícil de sobrellevar cuando lo que uno busca es simplemente un abrazo...

Algo viejo que viene a colación del tema...

Te imagino acostado boca abajo sobre la cama deshecha. Tu habitación no es de película: desborda realidad. No se halla iluminada por la luz matutina. Las cortinas no vuelan en supuesta libertad al compás de la brisa. Y la cama no está estratégicamente desordenada para aparentar que allí aconteció algo la noche anterior. Sólo hay reflejos de la naturalidad con la que vivís tu vida. Tomás de a un día por vez. Tenés la frescura y espontaneidad infantiles que me hacen sonreír melancólicamente al recordarte.

Me recuerdo recostada, con una de mis piernas flexionadas, mi mano derecha sobre mi vientre, con la cabeza ladeada. Mirándote. No me cabe duda que de un momento a otro despertarás lentamente. Yo lamentaré haberte despertado al contemplarte de manera tan intensa. Me echarás un vistazo con ojos entrecerrados, alzarás una sola de tus tupidas cejas en actitud seductora. Yo estallaré de la risa y me abrazarás... y así será cada mañana que despertemos ambos en el mismo sitio.
Gotea. Llueve.
¿Sabías que siempre amé la lluvia? Recuerdo la vez que te obligué a salir sin abrigo para bajo la tormenta incesante correr sin rumbo preciso. Juntamos agua entre las manos y la lanzamos hacia arriba, hacia el firmamento, como si de esa manera pudiésemos devolverla al lugar de donde provino. Nos contentamos simplemente con verla caer nuevamente, imposibilitada de vencer la gravedad. Te besé sabiendo que no eras sólo vos en mis labios. Tus besos jamás supieron como aquella vez, tan húmedos, tan intensos y vibrantes, tormentosos. Llegó un momento en el que me fue casi imposible contemplarte porque mis pestañas estaban cargadas de gotas. Ello no importaba. Fue la excusa perfecta para besarte con los ojos más cerrados que nunca. Creo que fue una de esas extrañas ideas mías que no había puesto en práctica antes. Idea que a vos nunca se te hubiese ocurrido.
Suelo preguntarme aún cómo puede caer tanta cantidad de agua en un lapso tan corto de tiempo. Sé que cosas como esta te exasperan de mí, aunque sólo hagas girar tus ojos y suspires sin pronunciar palabra. Locuras como esta infinita obsesión por abarcar todo el conocimiento asequible, por saber cómo es que funcionan las cosas. Parte de mi espíritu pragmático, herencia de mi ser humano cultural. Otro rasgo que compartimos.
Si supieras dónde me estoy hospedando temporalmente, echarías a reír a carcajadas. Me encuentro en uno de esos pequeños hoteles al costado de la ruta que tanto desprecié siempre. Lo que desconocía es lo solitarios que pueden ser, lo indiferentes y ajenos que me resultan. Me siento tan a gusto. Es un lugar tan genérico. Me hace sentir aún más especial, pues lo único original entre estas cuatro paredes soy yo. Así es: de un tiempo a esta parte dejé mi falsa modestia de lado.
Estoy sentada sobre la cómoda mirando la lluvia. Con ojos cerrados. Sé que te sorprendía que pudiera describir tus acciones sin siquiera observarte. Advertía tus intenciones de tomarme por sorpresa porque te presentía cerca y olía tu colonia. Te retaba cuando oía que tratabas de abrir el paquete de cigarrillos sin que te viera. El papel metalizado siempre hizo ruido. Cada vez, simplemente me limité a decirte que usaba todos los sentidos. Te costaba creerme; suponías que algún truco que ya descifrarías explicaría semejante peripecia. Te lo repetí incansablemente: mi entidad corpórea siempre fue un calabozo. Planeé llegar a un estado más sublime y abarcador toda mi vida. Y hoy estoy empezando a poner en marcha toda la planificación. Hoy me han entrado unas terribles ganas de echar a andar sin rumbo fijo. Conducir por las rutas hacia las afueras de la ciudad para apreciar cómo van encogiéndose los edificios a medida que me alejo. Cómo el campo parece extenderse infinitamente ante mí.
¿Has comprendido al fin el motivo de mi inevitable partida?
Huyo. Escapo. Permuto mi vida. Dejo a todos y todo. No quiero mirar atrás. Y lo increíble es que pensé en traerte conmigo. Sin embargo, no soportarías acompañarme. Imagino que no comprenderías. Soy producto de mi pasado pero no voy a permitirle que me condicione terrenalmente. Lo siento, no puedo vivir una vida corriente, una vida que se me hace desde un principio chata, sin sentido. Me lancé a este camino creyendo que una algarabía cotidiana sería suficiente. Que la estabilidad y la seguridad que siempre carecí y entonces me ofrecías garantizaban que cada día pasado a tu lado, sumado a los otros, daría como resultado, en algún momento dado, la felicidad. Sonaba simple: algarabía cotidiana del día uno + algarabía cotidiana del día dos, tres, cinco, diez, cien... = felicidad. Estaba ridículamente lejos de la realidad.
Ansío un desafío diario, una incertidumbre que me obligue a razonar. Contradictorio, lo reconozco. Es que no quiero desperdiciar mi vida monotemáticamente. Quiero aventura. Una aventura del mismo calibre que emprendí cuando nos conocimos. Un día que podría haber sido cualquiera, un día en el que venías tan ensimismado en tu enojo cuando yo venía inmersa en mis elucubraciones personales. La manera en la que chocamos y derramé todo mi café sobre tus carpetas. La torpeza personal de querer secarte el saco para sólo conseguir ampliar la mancha. El modo en el que me fulminaste con la mirada, frustrado, alzando una ceja descuidadamente. Por ello, romper a reír, descarada, e incluso lograr que también rías. Magia.
Anhelo almorzar en un sitio, pasear por la tarde en otro y recostarme a mirar la luna en una intersección de coordenadas insospechadas. Quiero ver un amanecer en Europa y el cielo estrellado en Oriente. Adentrarme en culturas nuevas, exóticas, intrigantes. Pretendo deambular hasta encontrar el sitio donde saque toda mi ropa del bolso para colgarla en un armario por tiempo indefinido. El sitio donde los muros reflejen los colores de mis actitudes y estados de ánimo, donde encuentres en el suelo el polvillo del aire que se colará por la ventanas, donde te embriagues con las flores y aromas dulces mezclados en el ambiente. Un sitio que notes que está vivo. ¿Será acaso asentarme cuando encuentre ese lugar en el mundo donde sea una unidad con lo que me rodea?
No me eches de menos. Muy dentro tuyo sabías que esta historia terminaría así. Quizás pensaste que seguirme la corriente un tiempo me haría cambiar de parecer. Creíste que necesitaba alocarme temporalmente, desprenderme de las estructuras que me amarraban a un ser en el que no creo ya para poder volver luego, voluntariamente, a él. No es así. Tu presencia en mi vida será trascendental porque confirmaste mi auténtico ser sin saberlo. Porque aceptaste ese ser incorpóreo. Porque creíste en él incluso antes que yo. Porque advertiste su existencia y fomentaste su crecimiento sin que yo me percatara hasta el día de hoy de ello.
Te preguntarás por qué me voy si has sido clave en mi corta existencia. Y es que no puedo quedarme a tu lado porque sería andar sobre mis pies. Y yo... yo quiero planear en un cielo abierto. Y aunque sólo sea vagar con mi mente, emprenderé el viaje al que vos nunca te atreverías a ir por miedo a aquello incierto con que pudieras toparte: el viaje hacia mi centro mismo. Y cuando llegue... ni siquiera consigo imaginar lo que será cuando llegue...
No me eches de menos.
30/04/04

lunes, 1 de agosto de 2005

Palabras en un abrazo

Ella gateó hasta donde se encontraba él sentado.

Ambos estaban en el piso mirándose fijamente. Era una Guerra Fría enfrentándolos, el sopor de una siesta profunda con ojos bien abiertos que se apoderaba de ellos cuando implícitamente se desafiaban a contemplarse sin decir palabra alguna, sin recorrerse los cuerpos con las miradas. Se dejó caer al suelo de costado. Cual cachorro en busca de cariño, rozó con la punta de su nariz su dedo mayor y el anular de él se posó sobre sus labios casi como por descuido. No comprendía que él no aceptara que ella ya se había rendido. Su silencio era más mortífero que sus groserías e insultos. Rompiendo todas las reglas tácitas que en algún tiempo habían establecido, mordió el dedo que tenía a su alcance, despacio, muy despacio. Con pupilas dilatadas, enamorada, y alzando lentamente sus ojos entre sus pestañas, lo miró. Él no le había quitado la mirada de encima aunque no hubiese movido un ápice de su cabeza para contemplarla. Las artimañas de seducción caducas que intentó desempolvar no habían resultado. Así, su nariz comenzó a rozar la palma de su mano. Primero en trazos cortos y rectilíneos. Luego en círculos concéntricos que iban creciendo de a poco, espirales que con fuerza se abrían paso para levantar el peso muerto de su brazo. Finalmente, la palma terminó en la cabeza de ella. Sin acariciarla. Meneó la cabeza despacio para que la palma cayera sobre su espalda e incorporándose suavemente apoyando el peso sobre sus manos, se terminó acurrucando en su regazo en posición fetal. Aún así, él no la tocaba. Sus brazos descansaban ahora sobre sus rodillas, inertes y rígidos. Posó sus delicadas manos sobre su abdomen, y comenzó a subir por su pecho hasta la cintura para rodearle y acercarle a su cuerpo. Él ya no la miraba... y ella a él tampoco. Lo abrazaba de manera tal que todo su cuerpo gritaba. En su mente, ella imaginaba que arrimaba su boca a su oído y le susurraba que no la soltase. Pero jamás ponía en práctica lo pensado durante días enteros; se limitaba a estrecharlo fuertemente, esperando que él supiera interpretar eso que a ella le estaba faltando. Se hacían daño, maltrataban sus fibras íntimas mutuamente; sin embargo así se querían, lastimándose.

A veces, él cedía, la estrechaba entre sus brazos. Siempre le besaba el cuello, la nuca, las mejillas, el pelo. Repetidamente acariciaba su cabello hasta que ella le dejaba un beso sobre el pómulo y se ponía a contemplar la pared. Sin falta, le hacía el amor hasta que se quedara dormida sobre la almohada. Le dirigía algunas palabras, a veces.

Tal vez él consiguió interpretar los susurros en el aire del ambiente.


¿Nunca fue suficiente?