Hay estaciones en las que
me gustaría volver a las tardes en las que caminábamos buscando
conejos en los árboles. Contemplábamos el río con ojos cerrados y
compartíamos silencios. Nos abrimos hacia el mundo a través de las
manos. Y comimos masitas naturistas de la lata que cargabas en la
mochila. Porque vos sos del interior; no les decís galletitas.
Hay segundos fugaces en
los que añoro que me encuentres distraída y volver a oír la frase:
“porque yo estoy dividido entre lo terrenal y lo espiritual,
¿entendés?” mientras me mirás con naturalidad de lleno a los
ojos. Recuerdo un *click* cerebral previo a un colapso de toda esa
pared que yo ponía para separarme de los otros. El ladrillo que
empujaste suavemente sin saberlo hizo volar todo por el aire.
Responderte que te entendía; estábamos sintiendo sincronizadamente.
Hay noches de insomnio en
posición fetal en las que fantaseo que, entredormido, estirás el
brazo para encontrarme. Que cuando me descubrís tan pequeña en un
rincón de nuestro mundo me envolvés en un abrazo. Y tu mano me tapa
el agujero en el ombligo por el que se me estaba escapando la luz.
Entonces, respiro.
Hay eternidades: nuestra
boca, nuestro sexo, el pulsar de la sangre en tu mano sobre mi
vientre.
Son donde quiero
permanecer.