Ella gateó hasta donde se encontraba él sentado.
Ambos estaban en el piso mirándose fijamente. Era una Guerra Fría enfrentándolos, el sopor de una siesta profunda con ojos bien abiertos que se apoderaba de ellos cuando implícitamente se desafiaban a contemplarse sin decir palabra alguna, sin recorrerse los cuerpos con las miradas. Se dejó caer al suelo de costado. Cual cachorro en busca de cariño, rozó con la punta de su nariz su dedo mayor y el anular de él se posó sobre sus labios casi como por descuido. No comprendía que él no aceptara que ella ya se había rendido. Su silencio era más mortífero que sus groserías e insultos. Rompiendo todas las reglas tácitas que en algún tiempo habían establecido, mordió el dedo que tenía a su alcance, despacio, muy despacio. Con pupilas dilatadas, enamorada, y alzando lentamente sus ojos entre sus pestañas, lo miró. Él no le había quitado la mirada de encima aunque no hubiese movido un ápice de su cabeza para contemplarla. Las artimañas de seducción caducas que intentó desempolvar no habían resultado. Así, su nariz comenzó a rozar la palma de su mano. Primero en trazos cortos y rectilíneos. Luego en círculos concéntricos que iban creciendo de a poco, espirales que con fuerza se abrían paso para levantar el peso muerto de su brazo. Finalmente, la palma terminó en la cabeza de ella. Sin acariciarla. Meneó la cabeza despacio para que la palma cayera sobre su espalda e incorporándose suavemente apoyando el peso sobre sus manos, se terminó acurrucando en su regazo en posición fetal. Aún así, él no la tocaba. Sus brazos descansaban ahora sobre sus rodillas, inertes y rígidos. Posó sus delicadas manos sobre su abdomen, y comenzó a subir por su pecho hasta la cintura para rodearle y acercarle a su cuerpo. Él ya no la miraba... y ella a él tampoco. Lo abrazaba de manera tal que todo su cuerpo gritaba. En su mente, ella imaginaba que arrimaba su boca a su oído y le susurraba que no la soltase. Pero jamás ponía en práctica lo pensado durante días enteros; se limitaba a estrecharlo fuertemente, esperando que él supiera interpretar eso que a ella le estaba faltando. Se hacían daño, maltrataban sus fibras íntimas mutuamente; sin embargo así se querían, lastimándose.
A veces, él cedía, la estrechaba entre sus brazos. Siempre le besaba el cuello, la nuca, las mejillas, el pelo. Repetidamente acariciaba su cabello hasta que ella le dejaba un beso sobre el pómulo y se ponía a contemplar la pared. Sin falta, le hacía el amor hasta que se quedara dormida sobre la almohada. Le dirigía algunas palabras, a veces.
Tal vez él consiguió interpretar los susurros en el aire del ambiente.
¿Nunca fue suficiente?
Ambos estaban en el piso mirándose fijamente. Era una Guerra Fría enfrentándolos, el sopor de una siesta profunda con ojos bien abiertos que se apoderaba de ellos cuando implícitamente se desafiaban a contemplarse sin decir palabra alguna, sin recorrerse los cuerpos con las miradas. Se dejó caer al suelo de costado. Cual cachorro en busca de cariño, rozó con la punta de su nariz su dedo mayor y el anular de él se posó sobre sus labios casi como por descuido. No comprendía que él no aceptara que ella ya se había rendido. Su silencio era más mortífero que sus groserías e insultos. Rompiendo todas las reglas tácitas que en algún tiempo habían establecido, mordió el dedo que tenía a su alcance, despacio, muy despacio. Con pupilas dilatadas, enamorada, y alzando lentamente sus ojos entre sus pestañas, lo miró. Él no le había quitado la mirada de encima aunque no hubiese movido un ápice de su cabeza para contemplarla. Las artimañas de seducción caducas que intentó desempolvar no habían resultado. Así, su nariz comenzó a rozar la palma de su mano. Primero en trazos cortos y rectilíneos. Luego en círculos concéntricos que iban creciendo de a poco, espirales que con fuerza se abrían paso para levantar el peso muerto de su brazo. Finalmente, la palma terminó en la cabeza de ella. Sin acariciarla. Meneó la cabeza despacio para que la palma cayera sobre su espalda e incorporándose suavemente apoyando el peso sobre sus manos, se terminó acurrucando en su regazo en posición fetal. Aún así, él no la tocaba. Sus brazos descansaban ahora sobre sus rodillas, inertes y rígidos. Posó sus delicadas manos sobre su abdomen, y comenzó a subir por su pecho hasta la cintura para rodearle y acercarle a su cuerpo. Él ya no la miraba... y ella a él tampoco. Lo abrazaba de manera tal que todo su cuerpo gritaba. En su mente, ella imaginaba que arrimaba su boca a su oído y le susurraba que no la soltase. Pero jamás ponía en práctica lo pensado durante días enteros; se limitaba a estrecharlo fuertemente, esperando que él supiera interpretar eso que a ella le estaba faltando. Se hacían daño, maltrataban sus fibras íntimas mutuamente; sin embargo así se querían, lastimándose.
A veces, él cedía, la estrechaba entre sus brazos. Siempre le besaba el cuello, la nuca, las mejillas, el pelo. Repetidamente acariciaba su cabello hasta que ella le dejaba un beso sobre el pómulo y se ponía a contemplar la pared. Sin falta, le hacía el amor hasta que se quedara dormida sobre la almohada. Le dirigía algunas palabras, a veces.
Tal vez él consiguió interpretar los susurros en el aire del ambiente.
¿Nunca fue suficiente?
3 comentarios:
mmmcurioso ... justamente por ke ...ella no se deja interpretar ...
)/
o_O nice ninia turkeza ...
Que feo y triste es cuando dos personas no se entienden y se limitan a lastimarse en silencio con el peso de la rutina en sus hombros.
Lindo escrito.
Nena mala.
No me avisaste de los updates.
Pobre, pobre Tol.. =(
(Igual no zafás del implacable rastreo de la web que hago.. JA!)
Besos miles repartidos por doquier
Concuerdo plenamente con Tol, ¿cuál es el objetivo de lastimarse?
Tener que ir a comprar curitas después no es un trabajo fácil. No señor.
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