-
Andá a tocarle el timbre.
-
¿A quién?
-
A la imaginación, ¿a quién más?
-
Qué problema.
-
¿Por qué?
-
Porque me va a atender.
Suena
un timbre en algún lugar del universo y él, sorprendido por la
hora, baraja opciones. En algún sitio recóndito de su mente
especula con la posibilidad de que sea ella. Es tarde, afuera llueve
torrencialmente y en ocasiones piensa que todo puede ser posible. Se
observa: lleva pantalones de jean y el torso descubierto, el pelo
desordenado... ¿qué más da? Es un Sábado de calor sofocante y son
las cuatro de la madrugada. Lo incierto lo llama.
Dobla
cuidadosamente la esquina superior de la hoja en el libro que leía.
Se levanta del sillón, dejando la cerveza helada en el piso y se
encamina a la puerta. Nota su agitación: está conteniendo la
respiración hace dos minutos. Apoya su mano derecha sobre el marco
de la puerta y la izquierda se posa, vacilante, sobre el picaporte.
Exhala. Inhala, insufla su metro noventa y cinco de coraje y abre la
puerta lentamente.
Ahí
estaba ella.
Acodada
sobre el marco de la puerta, el pelo larguísimo cayendo con leves
ondulaciones, chorreando agua. Un pantalón cuadriculado en blanco y
negro como segunda piel, una camisa blanca y abierta apenas para
levantar sospechas sobre lo que debajo se esconde y zapatillas teen.
Una ceja levantada y una mirada risueña.
-
Hola, extraño -, sonríe ella.
-
Hola - , murmura él por lo bajo. - Pasá. Llueve y estás mojada.
¿Tomás algo?
Ella
le deja un beso húmedo de lluvia en la comisura del labio, un aleteo
suave, y entra. Él cierra la puerta detrás de ella, incredúlo aún
de tenerla parada en el centro de su universo privado. La contempla.
Ella inclina su cabeza y se sacude el pelo. Cuando la levanta, el
pelo enrulado cae por todos lados en mayúsculo desorden. Recorre con
la miradael lugar y la sigue, con pasos cortos, buscando música y
pone el disco favorito de él.
-
Te acepto un té con azúcar.
-
¿Cómo llegaste hasta acá?
Él
baja sus defensas al escuchar la primera canción del vinilo que
suena y se escabulle a la cocina en un intento por disimularlo. Ella
escucha ruido a la distancia: puertas que se abren, bisagras que
rechinan. Resoplidos. Él se asoma por la puerta.
-
Té no tengo -, dice con vergüenza.
Ella
sólo sonríe. Él va hasta la habitación y le acerca una toalla
para que se seque. Se la tiende, tímido.
-
Ponete cómoda.
Ella
lo mira con un aire que él no puede definir si es picardía o
genuina sorpresa.
-
Vos me llamaste... ¿no te acordas que me dijiste cómo llegar? -,
le explica mientras agarra la toalla y se seca las manos, la pasa
suavemente por su panza y después la hace recorrer la parte
posterior de sus orejas y su cuello. La tiende sobre el sillón con
un cuidado que a él lo conmueve. Le pide permiso y se saca las
zapatillas, descubriendo unas uñas rojo sangre impecables. Cae en
la cuenta de la hora, el día y el lugar.
-
¿Interrumpí algo? -, le dice, buscando en su cara algún atisbo de
enojo.
-
No. Sólo leía porque no puedo dormir. Ya sabés, el insomnio de
verano -, contesta con la voz quebrada. - Pero ahora que lo pienso,
tenés razón. Te llamé, aunque no creí que vinieras. Con vos
nunca se sabe. -
Se
acerca a ella y le pasa suavemente la mano por el pelo hasta dejar
un mechón detrás de la oreja. Con la otra mano la acerca hacia él,
casi con desesperación contenida y le susurra.
-
Te deseo.
Ella
se muerde apenas el labio inferior, despacio. El suspiro fue un
cálido hálito que la invadió por completo, una exhalación ajena
que ahora es su inspiración. Apoya sus palmas algo frías sobre el
pecho de él, que se estremece y le dibuja espirales descendentes
hasta llegar al límite de su pantalón. Suena una música suave. Lo
acerca un poco más, despacio. Le rodea el cuello con los brazos y lo
invita a bailar. Apoya su nariz en la de él y lo mira al centro
mismo de sus ojos. Murmura a dos centímetros de su boca,
pronunciando cada sílaba.
-
Yo también te deseo.
Suena
el saxo de fondo. No hay instrumento para ambos más sensual. Él la
toma por la cintura y ya no la deja separarse de su cuerpo. La besa
castamente primero, hambriento después. Él sube sus manos hasta el
cuello de ella y la acaricia. Desprende los botones de la camisa y se
la quita lentamente. Ahora están iguales. Ambos sienten el calor de
sus cuerpos rozándose. Desprende el sostén que se desliza al suelo
cuando ella deja caer sus brazos a ambos lados. Ella lo empuja
lentamente hacia el sillón y caen, uno encima del otro. Ella siente
que se atropella con su propio deseo. Ansiosa, le toma la cara con
ambas manos y lo devora, recorre con su lengua sus labios, sus
dientes, el paladar de principio a fin. Baja su mano derecha por el
pecho de él, las uñas deslizándose con una leve presión, mientras
la mano izquierda se pierde en su pelo. Está arrodillada sobre él,
le recorre ahora el cuello con la lengua, muerde sus orejas y vuelve
por el mentón, muerde y lame sus hombros tan suaves y marcados. La
mano izquierda de ella empuja suavemente la cabeza de él hacia un
costado y recorre toda la línea del cuello con lamidas, besos y
mordidas. Su mano derecha se deslizó delincuente hacia su pierna,
apretándose contra la piel.
Él
se deja hacer, completamente rendido. Acaricia con sus manos la
espalda desnuda de ella. Abre los ojos, la mira fijo y desliza su
boca por el cuello de ella. Se sienten suspiros que emanan dulces por
la boca de ella. Él ataca su talón de Aquiles: con la boca recorre
su cuello. Ella se le deshace en los brazos. Baja hasta sentir el
calor de sus pechos y permanece, indeciso, en el plexo solar de ella,
aspirando el perfume penetrante a sándalo, madera y lluvia. La
respira una, dos, tres veces y con sus manos recorre la espina dorsal
hasta llegar a sus caderas. Con movimientos suaves baja por sus
piernas y las aprieta contra las suyas. Vuelve a subir hasta la
cintura de ella y sus manos se pierden dentro de su pantalón. Y es
una guerra con la tela, los botones y la piel. Las manos de ella se
juntan sobre el pecho de él, se despega sólo un poco, pensando en
lo próximo que vendrá. Bajan sus manos hasta el botón del jean y
lo desprenden. Ella se incorpora; de un decidido tirón lo despoja de
sus pantalones y de la timidez que quizás le quedaba. Sonríe de
lado y le levanta una ceja. Se aleja dos pasos y le da la espalda. Al
compás de otro saxofón, se deshace de sus propios pantalones,
contonéandose sensual mientras bajan las piernas de tela de a cinco
centímetros por vez: derecha, izquierda, derecha, izquierda. Y de
tanto en tanto, le dirige una mirada que es toda lengua y dientes. Él
se regocija en el sillón, sus brazos descansan a su lado y no hace
ningún esfuerzo para disimular la erección contundente de sus
boxers negros. Los pantalones llegan al piso, ella levanta un pie por
vez, y los patea, arrugados, a un costado. Se vuelve con paso felino
y se encarama decidida sobre él mientras le agarra con una mano los
brazos detrás de la espalda; lo siente entre sus piernas
incontenible. Dibuja círculos con su cadera sobre su hombría,
siempre siempre con esa sonrisa de lado y mirándolo fijo a los ojos,
desafiante.
El
movimiento de ella hace que él se excite, suspire. Siente el calor
húmedo de la entrepierna de ella en su miembro. Expectante, aguarda
el preciso momento de penetrarla. No todavía. Se desplaza con un
rápido movimiento por debajo de ella, y ella queda arrodillada sobre
el sillón, sometida a él, mirando hacia la pared con las manos
apoyadas en el respaldo. Él baja más aún, con las manos toma sus
nalgas y hunde su boca en su sexo. Siente su humedad. Su lengua roza
los labios y las aprieta. La conjugación de sentidos no podría ser
más perfecta. Afuera la lluvia incesante exalta las aguas internas
de ella. La música la transporta y su piel es la mayor superficie de
goce. Kilómetros de placer la envuelven. Lo siente recorriéndola,
tan seguro, y estruja el sillón entre sus manos. Lo quiere todo:
sentirlo dentro, morderlo, besarlo, lamerlo, recorrerlo. Él sube por
su pubis. Ella levanta una pierna. Con una fuerza animal, lo agarra
de la mano, lo incorpora tironéandole el pelo, mordiendo el hueco de
la clavícula. Lo empuja, lo atrae hacia sí, lo empuja de nuevo y lo
tira sobre la cama. Él se sorprende que ella pueda empujarlo de esa
forma con tan poca estatura. Luego piensa en sus caderas anchas, en
la espalda que sostiene sus pechos erectos, sus pezones como
confites. Todas las fichas caen en su lugar. Ella se desliza vibrante
sobre su pecho hacia abajo, su boca buscando su miembro para lamerlo
en círculos y envolverlo suavemente con sus labios.
Él
la siente mojada, cálida, serpenteante en su miembro y se deshace de
placer. La lluvia golpea el techo cada vez más fuerte y la
excitación llega al límite. La agarra por los brazos y la
reincorpora sobre él. Necesita entrar en ella. Su miembro, muy duro,
penetra lentamente, se sumerge en el más profundo placer cuando ella
lo recibe con un suspiro hondo. Cabalga sobre él despacio para
remarcar cada sensación. Apoya las manos una a cada lado del cuello
de él, sin cejar en el ritmo y se muerde los labios mientras lo
mira. Se incorpora, apresura el paso poco a poco. La cadencia y la
fuerza van in crescendo.
Él
la agarra por la cintura, la apreta contra su cuerpo y gira sobre
ella, dejándola boca arriba con las piernas sobre los hombros de él.
La penetración se hace más profunda y los gemidos invanden el
cuarto. Ella arruga con sus manos las sábanas y cierra los ojos. La
conexión con el goce es inefable y está perdida en algún lugar. Su
cuerpo es todo sensación que late. Cierra los ojos para concentrarse
sólo en lo que está pasando entre dos cuerpos anónimos. Él la
embiste con brutalidad animal, le dice vulgaridades, las piernas a
ella se le estremecen, le tiemblan sin control y no lo escucha. Él
acaba en un último embate profundo mientras ella arquea su cabeza
hacia atrás, todo su cuerpo pegado al cuerpo de él y exhala como si
fuera su último suspiro: desde lo más profundo de las entrañas.
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