Estamos llegando a la esquina; vos
estás en la mejor parte de la historia. Me divierte lo que me estás
contando, la forma en la que lo hacés. Te sonrío de costado, sin
mostrarte los dientes porque todas las palabras se me van a salir
volando como mariposas si amago con despegar los labios.
Pero te agarro desprevenido porque no
puedo con mi genio. Suelto un juego de palabras y me tapo la boca
mientras me contengo la risa. Mis pies se rehúsan a seguir
caminando. Tus manos se paralizan en el aire, como si estuviésemos
jugando a las estatuas. Tus ojos hacen movimientos rápidos de
izquierda a derecha, los brazos se te caen a los costados y
automáticamente reís. A carcajadas. Nos doblamos de risa mientras
nos agarramos la panza con las manos en plena esquina céntrica. Hora
pico.
El semáforo cambia para darnos el
paso. Como si contásemos con años de práctica, percibo que tu mano
se desliza firme en la mía para entrelazarme los dedos y acto
reflejo, podría jurar que siento tu abrazo, tus manos envolviéndome
la cintura, tu barba de dos días en el cuello haciéndome
cosquillas.
Entonces lo entiendo todo: tu lenguaje
silencioso que me cuenta, atorrante, que ya lo sabías, que me ves
desde que nos conocimos. Y toda nuestra intimidad se ve reducida a
estos centímetros de piel.
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