sábado, 20 de mayo de 2006

Una noche cualquiera

Ella tenía los pies fríos.

Llevaban algunos meses conviviendo. Rara vez encontraban motivo de queja acerca del otro. Eran de esas parejas que nunca se pelean porque él, ella o ambos ceden eventualmente. Evitadores de conflictos para unos, cobardes para otros e hipócritas para el resto. ¿Quién sabe si no ellos mismos?

Esa noche ella se acostó primero. Extraño: siempre era la que daba más vueltas a la hora de dormirse, especialmente cuando padecía del insomnio post sexual, como ella le llamaba, en el cual se pasaba las horas mirando el techo, mirándolo dormir, acariciándole el pelo.

Sucede que ella no había dicho lo que tenía que decir.

Él le siguió. Ella se corrió suavemente hacia un costado de la cama y él pasó el brazo por debajo del suyo, acercándole a su cuerpo, abrazándola.

- Tenés los pies helados. ¿Tenés frío? -
- No. -
- Te quiero... -

Sólo silencio. Suspiro. Sueño. Solo. Sola. ¿Solos?

Él quedó queriendo solo.

Y las dudas comenzaron a cavar la brecha entre ambos. Cada nueva pregunta significaba un poco menos de tierra bajo sus pies, hundiéndola.

¿Qué estamos haciendo?
¿Qué hago acá?
¿Ya no le gusto?
¿Se está tornando aburrido?




¿Lo quiero...?

Era la primera vez que ella tenía los pies fríos desde que compartían la cama. Él desconocía el motivo, mas sabía que sus pies eran un fiel reflejo de lo que ella estaba sintiendo en ese momento porque su cuerpo le hablaba aún cuando sus ojos le callaran cosas. Entonces sólo la abrazaba, desconcertado ante ese cuerpo que le era tan conocido, recorrido y amado que ahora le estaba siendo ajeno, frío e inerte, un cuerpo enajenado de sí mismo. Ella se estaba arrancando a sí misma de los brazos de él, desmoronando el fértil suelo donde siempre estaban parados, angustiándolo al angustiarse. ¿Sin motivo? Una lucha entre seguir o parar, devorarse a besos o mordiscos, arrancarse la piel con las uñas o lamerse el hueco de la clavícula. Seguramente ella lloraba por dentro pese a mantenerse impasible mirando la pared. Él llamaba con sus manos a esa mujer que conocía; esperaba encontrarle recorriéndole el cuerpo como un prestidigitador. Él sí lloraba en silencio, lágrimas de hecho.

No hablaban... con palabras. Su intento de diálogo se transformaba en un sordomudo hablándole en señas a una no vidente cuyas manos daban manotazos al aire, chocando con las manos de él, acallándolas quizás sin quererlo, malinterpretándolas sin poder evitarlo.

Gira en la cama y se suelta de su abrazo; se enreda en las sábanas. Ella grita su nombre. Él gesticula, preguntándole dónde está.

- ¿Dónde estás? -.
- Acá, al lado tuyo. Tocame -.
- ¿Dónde estás...? -.

Ella decide no pensarlo ya: siente. Desespera. Estira sus manos, reconoce un calor y lo abraza. Él siente que alguien vuelve. Y la encuentra oliéndole el pelo.

Una noche cualquiera.