jueves, 24 de enero de 2013


Estamos llegando a la esquina; vos estás en la mejor parte de la historia. Me divierte lo que me estás contando, la forma en la que lo hacés. Te sonrío de costado, sin mostrarte los dientes porque todas las palabras se me van a salir volando como mariposas si amago con despegar los labios.

Pero te agarro desprevenido porque no puedo con mi genio. Suelto un juego de palabras y me tapo la boca mientras me contengo la risa. Mis pies se rehúsan a seguir caminando. Tus manos se paralizan en el aire, como si estuviésemos jugando a las estatuas. Tus ojos hacen movimientos rápidos de izquierda a derecha, los brazos se te caen a los costados y automáticamente reís. A carcajadas. Nos doblamos de risa mientras nos agarramos la panza con las manos en plena esquina céntrica. Hora pico.

El semáforo cambia para darnos el paso. Como si contásemos con años de práctica, percibo que tu mano se desliza firme en la mía para entrelazarme los dedos y acto reflejo, podría jurar que siento tu abrazo, tus manos envolviéndome la cintura, tu barba de dos días en el cuello haciéndome cosquillas.

Entonces lo entiendo todo: tu lenguaje silencioso que me cuenta, atorrante, que ya lo sabías, que me ves desde que nos conocimos. Y toda nuestra intimidad se ve reducida a estos centímetros de piel.

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